«El que realmente sabe, no tiene necesidad de gritar»
Leonardo da Vinci escribió esta frase en en el siglo XVI. Hoy podría ser el eslogán de muchos cursos de psicoanálisis y de tantas otras charlas en empresas para favorecer la cordialidad.
Una de las partes más bellas y enriquecedoras de los cuadernos de Leonardo es que combinaba todas las materias que dominaba. Uno se puede encontrar con la ley de gravedad explicada en una página y en la siguiente toparse con una receta de cocina y esta frase en la esquina.
La personalidad de Leonardo se podría definir hoy en dia como poliédrica aunque yo considero que el adjetivo «curiosa» se ajusta más a ella. Leonardo era un ser curioso porque es evidente que todo le llamaba la atención. Dentro de la Naturaleza, cada uno de sus desarrollos era un motivo de investigación para él y nunca se permitía a sí mismo quedarse en la superficie. Por eso llegó a diseccionar cadáveres, a inventar nuevos métodos de pintura o a probar con máquinas de vuelo.
A la mente de Leonardo no le valían las explicaciones de los libros, sólo le valía la experimentación de su propia mano que le hiciese comprobar por sí mismo que lo que le habían enseñado o había aprendido era veraz. Y, sí podía, siempre intentaba ir más allá. Si conseguía descubrir algo más de la Naturaleza, su mente inquieta haría que intentase sacar provecho de ello de algún modo.
Y todo ese batiburrillo de pensamientos y razonamientos era lo que plasmaba en sus cuadernos junto con frases que, más que para otros, eran para él.
Imagina a Leonardo con el duque de Milán, Ludovico Sforza. Hombre de gran presencia y siempre atenazado por los intentos de derrocamiento e invasión. Una tarde cualquiera, el duque grita en el salón del castello sforzesco que está harto de sus enemigos y que va a matarlos a todos. Tiene sed de sangre y hace que todos sus caballeros le escuchen para que su elevada voz se clave en sus mentes. Leonardo se retira después a su habitación y medita sobre cual es el tipo de sed que él tiene. Y esa sed, está muy lejos de la de su señor. Él tiene sed de conocimiento, de estudio, de investigación. Él no tiene sed de gritos, de atronadores disparos o de tripas saliendo de los soldados heridos mientras rezan y lloran a la vez, intentando ser escuchados.
Se acerca a su cuaderno y anota su frase: «El que realmente sabe, no tiene necesidad de gritar». Si el mundo supiera, no habria gritos, no habría guerras, no habría odio.
